TEXTOS

Apuntes para conciliar el sueño de una década,Antón Castillo, Héctor.

La última década de este milenio (2000-2010) en las artes visuales cubanas se caracterizó por un despliegue de géneros y soportes que le concede el estatus de una rotunda diversidad. Desde estrategias grupales surgidas en el Instituto Superior de Arte como Galería DUPP, el Colectivo ENEMA y el Departamento de Intervenciones Públicas (DIP), hasta síntomas individuales como Wilfredo Prieto o Yoan Capote, se instauró un repertorio de posturas que transitan de lo chistoso a lo reflexivo en materia conceptual. En el quehacer de estos diez años, se observó un predominio o inclinación hacia el objeto, la instalación,el performance, el videoarte o el boom de la controvertida “pintura fresca”. Lo que sí no escaseó durante el decenio fueron las discrepancias en torno a piezas o curadurías en las cuales se notaba el sello personal de un osado cabecilla aglutinador como René Francisco Rodríguez o el joven Píter Ortega. Desde Sentido común (Galería Habana, 2003) hasta Bla, bla, bla (Galería Servando, 2008) o Bomba (Centro Wifredo Lam, 2010), se detectó una frecuencia de recepciones polémicas, salvoconducto que les confiere a las obras envueltas en el litigio un signo de modelos epocales en términos de pertinencia o gancho curatorial. De forma contraria, Con un pensar abstraído (Galería DUPP, 2000) y Recursos humanos (Colectivo ENEMA, 2002) fueron sugerentes exhibiciones colectivas realizadas en Galería Habana que apenas suscitaron comentarios de pasillos y una pobre cobertura crítica. Es cierto que propiciar la discusión es un rasgo de buen arte o, mejor dicho, arte en pulseo directo o lateral con el imaginario social. A pesar del encanto de la sazón polémica, constituye una saludable ejercitación volver la mirada hacia lo que atrapa mediante otros resortes. En este sentido, la década tuvo un puñado de creadores, piezas y actitudes que merecen atención a partir de solitarios hallazgos. Si bien la discusión alerta sobre la presencia de “algo distinto” en la escena artística, se hace necesario recapitular en fenómenos donde el problema se concentra en la misma obra. Estos apuntes persiguen reactualizar propuestas de ciertos artistas, muchas sin la fortuna de darse a conocer en proyectos curatoriales suficientes para alentar el debate. No se trata de ponderar la gestualidad simbólica en menosprecio del oficio pictórico o escultórico. No es asunto de contraponer modalidades o soportes en el orden de lo público o lo privado. No existe el afán de colocar un nombre por encima de otro. Ni siquiera acude el interés de soslayar la volátil y ansiada impronta mediática. Las elecciones, cuestionables, de esta suerte de “antología élite” resultan contribuciones aisladas, pese a que varias de ellas se insertaron en el programa oficial o colateral de la Bienal de La Habana. Ello reafirma una lamentable evidencia: el evento cumbre de las artes visuales cubanas no tiende a incitar discusiones entre artistas, críticos y curadores. Cuando una obra de arte deviene alegoría de una convicción solapada, su recepción es lenta, desconcertante y hasta reprimida. Aunque si una fábula blanquinegra se traduce en un “dolor de conciencia” para románticos y calculadores, devotos y sectarios, percibimos una confluencia de opuestos cómplices. Así, el proceso de incubación de una idea en la mente de todos propicia que el instinto de conservación encarne el rol de un camaleón despierto, capaz de otorgarle a una mínima operatoria visual el rango de máxima autoridad dentro del transformismo sociopolítico contemporáneo. Apolítico (2001) es una pieza de Wilfredo Prieto donde el contexto insular funciona como medio y no como fin. Una hilera de banderas sin colores reconocibles a la vista pública, ilustra una crítica al delirio nacionalista de la neurosis identitaria. Este monumento a la ambigüedad política constituye un símbolo de quienes prefieren marchar hacia donde sople el viento hegemónico-legitimador. Apolítico es una síntesis de maña estratégica escondida tras los bastidores del atractivo visual. Su eficacia reside en el vaivén de un gesto expuesto solamente al voluntarismo de la naturaleza. Un ademán oscuro como idea y transparente como imagen. ¿Existirá una paradoja más reconfortante que un artista revelando la esencia de su personalidad en el afán de ocultar su trueque cínico? Apolítico: autorretrato perfecto de un Fouché tropical, radicalismo absoluto, eterno retorno del no-compromiso hecho de aire para ondear en el limbo de las mentiras piadosas. II La configuración de una atmósfera en la cual el factor lúdicro lo aporta la interacción con el espectador, cristaliza en Suelo raso (2001), performance del Colectivo ENEMA. Tomando como punto de partida Santiago de las Vegas, la prueba requería utilizar el cuerpo como locomoción y medida del espacio. Este simulacro de cinta métrica (remake de un proyecto anterior realizado por la artista francesa Orlan) debía cubrir un trayecto de cuatro kilómetros hasta amanecer el 17 de diciembre en la Iglesia de San Lázaro. Extenuante y densamente ritual, la acción derivó en una inesperada convocatoria a reacciones antagónicas de los caminantes. Para unos, era lo nunca visto en la historia de la peregrinación. Para otros, era una locura fuera de lugar. La empatía performers-observadores incitó a que muchos caminantes se ofrecieran voluntariamente para aliviar el esfuerzo de los ejecutantes. Y de la colaboración espontánea fluyó la trama absurda del performance. Desde un escupitajo de ron en la cara de un accionista hasta carcajadas de asombro, ignorancia y rechazo hacia lo desconocido. Tanta solemnidad derrochada por artistas irreverentes desató el choteo matizado por la incomprensión. Si aquello era arte de verdad, entonces todos los que se encaminaban con destino a El Rincón eran artistas. La prédica de que “todo hombre es un artista” (anticipada por el grabador Alberto Durero y divulgada por Joseph Beuys) renacía en la madrugada habanera entre el furor y la desesperanza. Desde un homenaje físico al ritual, Suelo raso intuyó explorar un tópico de notable interés: sacar a relucir las fisuras de la “alta cultura” en sus tentativas de sumergirse en las tradiciones populares. Al final, entre una multitud de promesas prevaleció el extravío víctima del cansancio y el regreso al imperio de la costumbre. ¿Acaso los artistas no se vieron como representantes de quienes persiguen la fe? III Koan (2003) es una de las fugas poéticas de Eduardo Ponjuán, que instala un jardín Zen con asfalto y gravilla en un ámbito museográfico. Según la tradición oriental, el Koan es una lección inexplicable, un ejercicio que el discípulo acepta por su propia voluntad. Gracias al cinetismo mental del artista y el auxilio de quienes pavimentan las calles, el público que animó la VIII Bienal de La Habana pudo irrumpir en un environment concebido para experimentar sensaciones en medio de un gran silencio. Por lo que el espectador halló un lugar para detener la marcha, mirar hacia ninguna parte y llenarse de recuerdos apacibles o fantasías palpables. No es casual la presencia de montículos que representan los senos de una mujer como refugio erótico y maternal. Ello sugiere que más allá de toda carrera para alcanzar una cima, el alma y el cuerpo de cualquier mortal necesitan la transparencia de otra alma y otro cuerpo donde aplacar el ritmo agónico de la contemporaneidad. Koan se antoja un testimonio inevitable de quien disfruta sin confesar el redescubrimiento del amor. Tratando de abolir ese complejo de aristocracia espiritual común en la historia de la cultura occidental, Ponjuán convida “a ver más, a sentir más”. Todo sin prestarse a caer en las ideas preconcebidas o los bajos instintos. Para llegar al centro de los bordes, Koan intentó connotar visualmente lo que un experto en conflictos imaginarios profetizó al sentenciar: “Entre el alba y el crepúsculo está la eternidad”. IV Flor de fango (2005) es un acontecimiento donde lo sensitivo, lo teatral y lo minimal intervienen en lograr un ambiente regido por el zorreo morboso que desencadena. Esta presentación del artista Dennis Izquierdo acogida por la Galería de la Casa de la Cultura de Plaza durante un solo día responde a los pretextos del crítico Harold Rosenberg cuando usó la categoría de objeto de ansiedad para explicar el objeto de arte contemporáneo. Dicha noción abarca la intencionalidad de un shock art tan vertiginoso en el espacio como perdurable en el tiempo que se resiste al olvido. La pieza central de este readymade performático retomó una argucia duchampiana que postula: “Yo inventé un ismo, el erotismo”. Cadena de favores era una tina llena de vino con una modelo desnuda cubierta por el rojizo licor hasta el cuello. Con la ayuda de absorbentes multicolores, los espectadores debían reducir el nivel del vino si aspiraban al goce de mirar. Pero la sorpresa resaltó cuando el público activó la zona erótica sin poses escrupulosas. Hombres y mujeres, instruidos e iletrados, cautelosos y atrevidos, se lanzaron a des-cubrir a la joven que se movía inmersa en el recipiente con placer y estupor. Sin embargo, mientras más crecía el deseo por extender la profundidad de la mirada, más se intensificaba la frustración de comprobar que la altura del “líquido protector” no bajaba. De este modo, la muchacha que soportaba el frío con una orgánica sensualidad, continuaba siendo un misterio para quienes pretendían grabar cada detalle de su cuerpo en la memoria. Finalmente, el vacío resultó ser el protagonista de esta provocación a las llamadas bajas pasiones. Cerradas las puertas de la Galería Carmelo González, apenas quedaba la desazón de lo inacabado, el fracaso de una prometedora aventura. Flor de fango representó al vicio en su arista vulnerable, sumándole los ingredientes de la ansiedad y el control de la experiencia. Un saldo interactivo que cuestiona la falacia de interpretar el acto efímero del voyeur como esperanza de felicidad posible. Una burla a la cadena procesual verdadera, formada por los eslabones de la farándula, la banalidad y el consumo inmediato de lo que aparezca. V Contra la austeridad formal del soporte técnico, Luis Gómez opone el trasfondo cálido de una historia carente de episodios anecdóticos. Si la obsesión minimalista no lo condujo a la retórica del white cube, la tentación humanista persiste en obviar la impostación romántica que aspira a la falsa armonía de los contrarios. Un enigma visible de esta operatoria permite articular ficciones donde el supuesto afán de redención universal termina por ceder ante la crudeza manipuladora del presente, imposible de ocultar. Se trata de abstracciones gestuales que revitalizan el iceberg de un profundo realismo. La tensión simbólica de esta poética oscila entre la sensación y la idea, en lucha constante por alcanzar la magia de un relato creíble. Los hombres que nunca existieron (2006) es una pantalla en la cual se registra un listado de filósofos, alquimistas, magos y astrólogos de épocas remotas. Solo que la presunta solemnidad culmina en jugar irónicamente con esos muros en los que aparecen nombres de víctimas inocentes. Sucede que el amago sacralizador concluye en un intercambio de nombres y apellidos: puzzle interminable donde las personalidades reales se convierten en personajes virtuales, vaciados del aura mítica que el tiempo otorga a la sabiduría. Los hombres que nunca existieron pone el dedo en la llaga de una aberración contemporánea: la transición violenta que facilita a los avances tecnológicos desarticular un legado milenario con solo programar una máquina, diseñada esta vez para celebrar el triunfo de esa negación del azar o accidente casual que caracteriza a manipulaciones basadas en sofisticadas apariencias. Esta pieza de Luis Gómez funde el arte con la vida como expresión de crisis o desahogo. VI Una de las propuestas que enalteció la IX Bienal de La Habana (marzo-abril 2006) se tituló Espejismo. La instalación de Humberto Díaz tuvo como sitio de emplazamiento el patio interior de la Academia de Artes Plásticas de San Alejandro. Este paisaje tridimensional ofrecía la impresión de ser una vivienda hundida a ras de suelo producto de las inclemencias del tiempo. Al construir la imagen de una inundación posible, el artista consiguió denotar un resorte psicológico tan absurdo como probable: la pasión coral de ensimismarse ante desastres ficticios como solución improvisada para evadir el caos tangible. No hay otro motivo para justificar el efecto de imantación que una propuesta ajena al masaje retiniano produjo en los espectadores. Espejismo encierra una belleza paradójica que alude a un trauma de envergadura. Porque esas aldeas portátiles que no aguantan los primeros embates de las aguas y el viento, permanecen en un estado de inundación más mental que física, donde casi no hay espacio disponible para recapitular en la ambivalencia de las contingencias reales. Desde su humildad povera, la catástrofe artificial de Humberto Díaz implicó un guiño de sesgo ambicioso, al involucrar los estragos naturales y la incapacidad material del hombre para contrarrestarlos. Ya lo asegura un filósofo de la vida harto de meditar en lo real: “Dadme un espejismo y dormiré tranquilo”. VII Veintiséis entrevistas a madres de sujetos heridos en disputas callejeras. Veintiséis también fueron las heridas que recibió en combate el Titán de Bronce Antonio Maceo y Grajales (1845-1896). El número de impactos se torna puro símbolo. Todo para un intento de igualar el romanticismo épico de la insurrección mambisa con la guapería urbana en nombre de un sueño común: vencer el miedo a cada instante. Reconstruyendo al héroe (2006) es un video de Javier Castro sin ansias de concretar una terapia racial. Su dark side reflexiona acerca del peligro que enfrentan los relegados sociales como última opción de “entrar en la historia”. Una temeridad sin epifanía comparable al desafío que acometen los enfermos. Abordar las secuelas de la rebelión marginal fracasa en un empeño ilusorio: colocar en un mismo plano alegórico arrestadas leyendas del barrio y un icono de emancipación colectiva que resucita en la evocación patriótica. Reconstruyendo al héroe entroniza un drama crucial: no basta doblegar al terror, sin pensar en cuánto tiempo permanecerá un ser humano marcado o sin vida a merced del olvido. Hay cicatrices borrosas en el recuento de insubordinaciones contra el pánico. Rearticular una figura épica solo es posible cuando ese arrojo sin límites facilita urdir una escritura histórica. Es que nada consigue reivindicar un ideal de justicia transformado en mancha inútil, agresividad delictiva sin fuerza para iluminar el horizonte redentor de una nación. La voluntad de fusionar lo victimario y lo heroico exige marcar una distancia entre el coraje sin aura de un individuo y el valor de un auténtico héroe. VIII “Memorial subvierte el concepto de ceremonia. La memoria se presenta en su lado descarnado y menos glorioso, diseccionado el rostro humano y su devenir. Todo está concebido a partir de una veneración del vacío. Los espacios se llenan de fetiches sometidos a procesos que se desvanecen. Así queda como único vestigio del hombre la osamenta de su transcurrir en la historia”. Estas sentencias conforman el statement de una exhibición de Adonis Flores que recrea el imaginario bélico desde su propio cuestionamiento. Lo curioso radica en que sus ficciones visuales reducen la experiencia del soldado al grado de imágenes privadas de “cobrar vida” en el fulgor de una gloria virtual. Una muestra como Memorial (Galería Habana, febrero-marzo 2010) emplaza fragmentos de un engranaje simbólico, dispuesto a perpetuar la conversión de anécdotas verificables en suma alegórica. Por lo cual un trauma íntimo se desdobla en sucesos infinitamente reproducidos en accidentes pasados, presentes y futuros. El círculo de las perennes repeticiones vuelve a exhibir su terca longevidad. Crisálida (2008) no es una réplica minimalista de un sarcófago egipcio. Tampoco satiriza o parodia los castigos performáticos de la estética sadomasoquista. Mucho menos induce al “estadio quiescente”, lo que significa mantenerse estático pudiendo tener movimiento autónomo. El artefacto casi-surrealista diseñado por Adonis Flores consiste en una bota de cuero alargada, que termina en una cabeza acordonada en su cima. Semejante construcción humanoide altera la morfología lógica. Su única pierna nace de las caderas para desplegarse y reemplazar al sexo. Aquí la bota como emblema de una relación de poder contempla la marginación sexual. Ello imbrica lo erótico y lo político en su versión del hombre cosificado, para anclar en el drama de la impotencia humana. De cierta manera, el “mutilado de guerra” reposa en su féretro, lecho de muerte adaptado para una sensible pérdida. Una pérdida instalada en los predios del arquetipo, donde urge identificar un magma de nombres, apellidos y procedencias. La bota militar como estuche del ser humano. Pose hierática alusiva al ritual de la momificación. Glamour patético orgulloso de engrosar el legado sacrificial. Metamorfosis que desconoce su próxima transformación. Crisálida es un trofeo icónico como reliquia de una memoria inconsolable. Un Oscar para el histriónico anonimato del soldado desconocido. Ofrenda consagrada al falso dios y llena de un vacío espectral. Cápsula negra del grito sin voz. De tanto añorar un ideal, el objeto humanizado de Crisálida acaba por yacer en la nada. Solo una certeza lo asiste en el trance de su vía crucis: ser una duda que genera inquietud o desaliento ante lo que falta, sin llegar nunca a completarse.