¡HURRA! Reabrió el Centro de desarrollo de las Artes Visuales (CDAV) tras una reparación capital que se extendió por espacio de dos años, y aunque mucho llovía durante su esperada resurrección, el agua no anegó la fiesta (no hubo goteras ni filtraciones evidentes), y un considerable público aguardó por la inauguración de Espacios Multiplicados, la muestra que lo devolvió al menguado contexto promocional del arte cubano contemporáneo donde se le echaba de menos. Distinguidos y validados los artistas que conformaron la lista de expositores invitados a ese esperado recomenzar de una institución tan necesaria como controversial y polémica, en su esencia misma de apoyatura y apuesta a las corrientes más desenfadadas y renovadoras del arte. Diecisiete en total los llamados a integrar el team que tuvo la responsabilidad de testar las mejoradas condiciones y ampliadas áreas de la institución y las acumuladas expectativas ante su anunciada reapertura. Elegante, cuidadosa y atractiva la curaduría, como requería un acto de tal índole; en apreciable medida representativa, en nombres, de su más mediata historia, pero sorpresivamente muy tendiente a lo políticamente correcto tanto en forma como en conceptos, algo no muy habitual en el más y mejor recordado pasado del CDAV. Digamos que ¿el Centro abrió con un gusto y una mirada diferente hacia el mismo arte cubano que alimentó y por eso inclinó la balanza a obras de una factura reconocida e impecable y fue más contenido en cuanto a la carga de conmoción experimental y sugestión provocadora? O ¿será que ya no están en efervescente desarrollo la mayoría de quienes formaron el bien cotizado equipo inaugural y un alto por ciento apostó por dar fe de sus consagraciones en el mainstream cubano e internacional? Cierto es que la valiosa colección de marras se puede disfrutar sin desagravios de punta a cabo, porque contiene en su realización y montaje un panorama coherente de sobrias piezas asociadas a tendencias que lideraron los campos extremadamente considerados de vanguardia en la producción visual cubana del último cambio de siglo: instalaciones desde finales de los ochenta en que se fundó esta institución y video en los recientes años del 200x, antes del cierre. En muy menos medida aparecen la pintura, el grabado, la fotografía, el arte objetual, la intervención y el performance. La primera se salva de la mano de José A. Vincench, que la reelabora en un juego intergenérico y estilístico entre la abstracción expresionista y las ilusiones fotográficas; el segundo, en otra insistente vuelta de Ibrahim Miranda, quien con su recargado Patio interior consigue el más explícito recordatorio al pasado consagrado a la insularidad. Po9r su parte, la fotografía logra definirse mejor en la génesis del registro (devenido video-proyección) del performance Intercambio, de Antonio Margolles, uno de los más consistentes, antropológicos y actualizados sucesos de la exposición. Como inteventores de Espacios Multiplicados anduvieron Luis Gárciga, cuya acción transcurrió como un sigiloso y enmascarado work in progress que podrá conocerse y apreciarse mejor en el después, y Humberto Díaz, quien por el contrario realizó su acción de disimulada transformación y espejismo espacial justo antes –apenas terminaron los constructores con el cemento se sumó él con su estilizado trabajo en poliespuma modelada. Pero el abundante esteticismo tuvo su más nimia imagen en ese poético artefacto de Walter Ernesto titulado: Una semilla en un surco de mármol. Con el formato video incluido en sus espacios aparecen varios- en realidad no tantos en relación a cómo anda de diversa y aguda la producción audiovisual en el país- como Luis Gómez, René Francisco, Fernandino Rodríguez, Lázaro Saavedra y Ernesto Oroza. Saavedra, en su Ludoterapia del poderoso, apela a la fresca virtualidad de lo digital para simplificar el desfachatado sarcasmo de la generación que representa, y así refrendarse tras una formal ligereza iconografía como un incansable inconforme cuestionador del todo, mientras que Oroza demuestra que video en mano, ningún otro evidencia mejor conciencia de la fuerza elemental del medio en sí para defender una cruda investigación conceptual que vincula además diseño y sociología. La instalación es la gran armadora de estos Espacios Multiplicados: en cierta medida la génesis teórica de la muestra lo justifica, y sus presupuestos son casi omnipresentes en todo el recorrido. Pero ya desde la observación particularizada de cada pieza, lo que más resalta en sentido común son las demostraciones de ingeniosidad lúdica que mucho han ensayado los conceptualistas cubanos en sus estructuras para evadir el choque contundente con los conflictos medulares de la contemporaneidad, y regodearse en el alto intelecto como escudo y espada de grácil batalla al cuestionamiento. La Masa boba de Wilfredo Prieto es un definitivo ejemplo de esta práctica, aún cuando no se consiga un elevado ranking dentro del currículum creativo de esta artista. Lo acompañan con menor audacia y peripecia en esta tendenciosa práctica: Kcho, con Sin distracción, y Los Carpinteros, con su proyecto (expuesto a la espera de Estantería III AP). Más rotundas se erigen como instalaciones, al limpiar de regodeos irónicos o melodramáticos sus planteamientos, las simbólicas construcciones Lavadero, de José Ángel Toirac, y Monumento, de Eduardo Ponjuán. Desde sus títulos mismos hay un posicionamiento directo de lo visualmente elaborado sobre lo mentalmente intencionado, de forma tal que no se diluyen ni el referente ni la perspectiva reflexiva. No hay posibles escapes o vacilaciones ante estas piezas que juegan más al duro con el arte, como lo viene proponiendo una buena parte de la más joven y bastante ausente generación de artistas nacionales, que de seguro tomará muy pronto la plataforma y el protagonismo de este recomenzar del CDAV. Mientras ellos aguardan por sus lanzamientos en próximos espacios, recorramos cautelosamente ahora este hiperbólico resumen que se nos propone articulado entre una paradójica y metálica evocación a la bien iluminada grandeza de Martí, justo a la entrada, y ese santificado y mortuorio recinto donde por última vez se fotografió el guerrillero cuerpo del Che, metafóricamente reproducido por Toirac al final del camino, allá en lo alto, con una gota roja golpeando insistentemente sobre una piedra gris.