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Opinión personal, Sosa, Sandra.

El Cuarto Salón de Arte Cubano Contemporáneo abrió sus puertas, al parecer, con la batería del arte cubano diezmada y sin relevo. El evento más importante de las artes visuales nacionales, aparte de la Bienal de La Habana con su trascendencia internacional, es un termómetro de las vías por las cuales transita la plástica cubana. De ahí que un Salón de Arte Contemporáneo implique la presencia de todos aquellos artistas que coexisten en un mismo espacio/tiempo con el difícil registro que supone también contemporaneidad artística: ruptura estética como emergencia de los procedimientos y discursos artísticos en contrapunteo con la producción actual del arte internacional y local. Sin embargo, esta cuarta edición, con un apretado número de autores e instituciones de exhibición, el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales (CDAV), la Fototeca de Cuba y el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño (Luz y Oficios), fue una exposición muy selectiva de arte cubano donde la balanza entre autores consagrados y emergentes se inclinó hacia los primeros, en un acto que prometía del Salón de Arte Cubano Contemporáneo un show espectacular. La participación fue muy regulada, a pesar de que esta cuarta edición se adhirió al vasto concepto curatorial que podía implicar el término mutaciones. Las consecuencias no se hicieron esperar en tanto la invitación fue declinada por algunos, mientras otros no tuvieron la suerte de su admisión. La pintura, avalancha estética que ha tomado por asalto nuestro circuito institucional, con énfasis —en su perímetro comercial— de ciertos nombres, denota ausencia, con su reducción en este Salón al trabajo harto conocido de Reinerio Tamayo y del joven pintor Odey Curbelo. Incluso, algunos clásicos de la pintura se volcaron hacia lenguajes menos conocidos de su producción, la fotografía, el video arte, la instalación. El olvido, de una promoción saliente del arte cubano que ha pactado con la pintura como lo fue el proyecto Pintura Húmeda, muestra colateral a este Salón, implicó la renuncia por parte de los organizadores a refrescar el panorama del arte cubano tan viciado por la retórica de instalaciones, environments, performances, y otros lenguajes estéticos que los sesenta y los setenta impusieron en el arte internacional como resultado de la desarticulación de las artes tradicionales. La negación de esta promoción saliente, síntoma inhabitual en un Salón de Arte Cubano Contemporáneo, significó la reducción de emergentes al bate a Nadiesha Inda González, Alejandro González, Alfredo Ramos, Humberto Planas, el dúo de Luis o Miguel, Duvier del Dago, Yunier Hernández Figueroa, Esviel Jeffers Durruthy, Lenier Pérez, Alexis Martínez Benavides, Walter Ernesto Velásquez, Odey Curbelo y el también dueto de Analía Amaya y Humberto Díaz Pérez. Algunos de los cuales ya no son tan emergentes en tanto conocidos en el panorama nacional debido a proyectos en solitario o en colectivo; ya sea como ex integrantes de Galería DUPP, Colectivo ENEMA o DIP. Más allá de la crisis física de los espacios, este Salón de Arte Cubano Contemporáneo mostró desbalance curatorial y a veces museográfico entre las instituciones del certamen. El Centro de Desarrollo de Artes Visuales como plaza fuerte del Salón recogió, al parecer, las obras de mayor grandilocuencia. Una semana después, y al margen de las carencias materiales que enfrenta la organización de cualquier evento local pensado a la perfección para el día de su inauguración, el Salón resultaba una mueca del arte cubano. Una mueca que fluía ante la representación de un poco de cada cosa. Lo cual equivale a decir que la interacción entre algo de acciones plásticas, instalaciones, dibujo, esculturas, video arte, fotografía y arte mural formulaba para cualquier público visitante el amplio potencial de expresiones de nuestras artes visuales. Mientras, algunas firmas reconocidas delegaron la contemporaneidad al mero cambio de soporte o expresión plástica, mientras perseveraron en las fórmulas de enunciación y composición de las obras que le reconocen a título de artista. Esta «especialización» del estilo trasciende, incluso, en algunas propuestas emergentes, cuando su razón de ser le debería a la experimentación sin ambigüedades. Sometidos de modo exclusivo al problema de la presentación o reproducción física de los proyectos, tales artistas conducen a la pérdida de espontaneidad, sino a la afectación del arte cubano. En unos, la anécdota que hace comprensible la propuesta, se mantiene como principio fijo de todas las obras; en otros, el comentario se reduce a un chiste que tras la levedad de su reconocimiento no aporta más amparo que la vacuidad de lo insustancial. La poquedad de estos proyectos, algunos en la categoría de ejercicios de clase de Escuela de Nivel Medio, cuestiona la actitud y la aptitud de algunos creadores hacia este Salón de Arte Cubano Contemporáneo y el arte en sentido general, al tiempo que interroga sobre los criterios de selección de los organizadores, que en algún momento debieron recibir tales proyectos. La concesión total a la fama tiene sus riesgos. Por suerte, este tipo de obras se diluyó ante la espectacularidad del certamen el día de su apertura -sobre todo en el CDAV-, el tumulto público, la acertada disposición en el espacio con la escala de algunas piezas, y el protagonismo como nunca antes del video como medio de expresión con algunas obras puntuales. La video proyección, Nadie escucha, de Luis Gómez, con la estructura de un cristal de diamante emitiendo luz en el espacio fue todo un beneplácito. Más allá del simbolismo que infería este diamante, especie de faro guía, luz, esperanza, que giraba sobre sí mismo en la oscuridad del ciberespacio (la imagen era bajada directamente de la Internet), la obra reproducía la belleza sensitiva de su perfección. La pieza jugaba con la contradicción del diamante, joya codiciada por todos, que se movía impoluto por las redes digitales de la comunicación, ignorada su belleza por todos. El impacto de Nadie escucha estaba en la calculada extrañeza de su sencillez donde, una vez más en la producción de Luis Gómez, el asunto de la obra era ella misma. Otro tanto consiguieron Tengo, video de José Ángel Toirac, y Unir- Separar de Femando Rodríguez Falcón. Tengo gozó del espíritu fresco de los ochenta con una crítica social directa, cercana a la influencia de Hans Haacke que tanto marcó la obra primera de Toirac. De inmediato referente contextual, el poema Tengo de Nicolás Guillén, paradigma literario de las utopías redentoras que fraguaron los primeros años de la Revolución, era declamado en lenguaje para sordomudos. El artista contrapuso en un montaje paralelo, la mirada subrepticiamente abstracta del espectador común que ignora este idioma por señas con la experiencia concreta de cualquier ciudadano cubano. Este reconoce el poema, y la puesta en práctica o no de su mensaje en la Cuba actual. Unir-Separar corno fruto de una promoción posterior, sostuvo un discurso solapado, cínico y simulador, enquistado en dominar los sentidos por el hedonismo visual. En el caso de Fernando Rodríguez es interesante notar el progreso que ha sufrido su Francisco de la Cal: de sagaz cronista de los problemas de la sociedad cubana, este heterónimo ha pasado al anonimato, neutralizado ante la serialidad de su producción; de abstracto personaje devenido objeto por su consecuente sedimento en madera, Francisco de la Cal recuperó su abstracción original en la virtualidad de una video animación donde espixels y ciberespacio. Quizás nadie ha sacado tanta lasca a su personaje como Femando Rodríguez, cuyos Francisco de la Cal han conseguido ser masa amorfa, adaptable a los objetos, formas y deseos de su creador hasta la saciedad en un ejercicio «puramente formal». Entre los jóvenes resaltaron los trabajos de Duvier del Dago Fernández y Walter Ernesto Velásquez. La instalación Holograma, de la serie Teoría y Práctica, vinculó a Duvier con la tradición crítica del arte cubano. El dibujo proyectado a través de hilos de una calavera en el espacio parapetaba el video de algunas utopías fundamentales de la Revolución Cubana. La calavera sobraba en una pieza cuyo poder de efecto estaba en la combinación insólita de las experiencias reales, subjetivas e individuales del público con las acciones, aquí documentadas, de una generación en el poder. El video mismo suplía todas las prácticas de la recepción. Walter Ernesto, como de costumbre, sorprendió con una de sus ingeniosidades mecánicas. De esta agua beberás tenía la obligación —que no se cumplió— de sostener sistemáticamente un remolino de agua en el centro de una vasija cerrada de cristal. Entre El Plan Infinito (2003), Obligada Contingencia (2004) y esta última pieza, es evidente que el intento por maniatar el agua en Walter es permanente, tan permanente como las filtraciones que por cuestiones técnicas presentan algunas de sus piezas. El agua es un elemento muy difícil de cotejar, sobretodo porque su andar depende del entorno con toda la fuerza del azar que ello implica. En un parangón de la vida, Walter parece redimensionar nuestra condición de isleños con el agua como límite y extensión de nosotros mismos, causa deliberada de nuestra contingencia. Una visita a la Fototeca de Cuba reducía el espectro de las artes visuales nacionales a la especialidad de dicha institución: la fotografía y su expresión móvil, el video arte. La parquedad de los proyectos fotográficos, pocos en número de autores y trabajos, cuestionaba el destino de la fotografía cubana. Este salón desmanteló el criterio oficial que prescribe un boom de la manifestación en tanto redujo su espectro a nueve artistas. Incluso, Pedro Abascal con su pieza Happy Landscape manejó la video proyección desde el concepto de la imagen fija característica de la fotografía. Happy Landscape se resolvió a partir de una serie de imágenes que se disolvían una sobre otra hasta culminar en una especie de pintura abstracta. El video arte estuvo bien delegado en los metrajes de Ernesto Oroza con Enemigo Provisional, y Alexandre Arrechea. Oroza retomó la cuestión de la provisionalidad que lo enlaza a la estética del Gabinete Ordo Amoris, grupo al que perteneció en algún momento. En una mirada melancólica de nuestra realidad, el artista acudió a los objetos de desecho que como dianas utilizan los establecimientos para la práctica de tiro. Objetos de nuestra cotidianidad más inmediata, de juego o de uso doméstico, se toman «enemigos provisionales» de niños, adolescentes y adultos en una práctica de tiro al blanco desde donde atormentar nuestra propia provisionalidad. Ernesto Oroza, junto con Alexandre, parece invocar una suerte de inxilio. Si durante finales de los ochenta y los noventa el arte cubano invocó a la Isla como icono en una alusión al exilio y las migraciones, la actualidad reconoce un vuelco hacia el sujeto. Ahora el sujeto es la Isla, es el punto desde donde (des)andar las preocupaciones existenciales de una colectividad, sin apremios extraartísticos. Con Alarma, acaso una de las pocas piezas más bellas y fuertes de este Cuarto Salón de Arte Cubano Contemporáneo, Alexandre afirmó un dominio sobre la imagen en movimiento. Imágenes de un niño en actitud de pelea se disuelven una sobre otra como confirmación del gesto; mientras Archipiélago, banda sonora de Ernán López-Nusa, desplegaba la abstracción de un tiempo espacio cualquiera, según la resolución del espectador. Con Alarma sobraron las palabras porque la síntesis de recursos de su presentación fue inversamente proporcional al sentimiento de soledad, el gesto de alerta, la posición de juego no obstante desafiante, y aquí era donde yacía el espíritu de sobrevivencia en aquel niño hombre. Poco quedó para el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño que, con un mínimo de ocho artistas, trataba de salvar la situación. Entre la manifestación de propuestas bastantes endebles para un Salón de Arte Contemporáneo, el abuso de una visualidad por cotidiana mudada en retórica, la representación mínima de obras por parte de algunos autores, y la predisposición al formato bidimensional que tuvo por excepción esta institución dentro del Salón, aun en el caso de obras con otra posibilidad de disposición como la de Douglas Pérez, el espacio de la galería Luz y Oficios deglutió el fragmento que le correspondía del Salón de Arte Cubano Contemporáneo. Allí sólo restaba la mirada rápida y la partida, salvo Bandejas de Lenier Pérez. Dieciocho bandejas plásticas con especies de ilustraciones o crónicas yacían sobre una mesa a manera de comedor obrero, en un aparte que necesitaba para su comprensión, el tiempo de la lectura. Expresiones populares e imágenes estereotipadas de la cursilería amorosa escudriñaban la relación amorosa en determinado sector de la población. La relación de pareja, diálogo de poder entre los sexos, era representada desde la violencia de una sociedad, la nuestra, de fuerte contenido machista. Lenier vino a resucitar la historieta dentro del Salón desde la tradición de un Antonio Eligio Fernández (Tonel) y un Lázaro Saavedra, sin olvidar la experiencia personal de tatuar a delincuentes y ex carcelarios de su pueblo. En su caso la historieta adquiere el valor de historias personales, pero con el dramatismo pasional de cierto sector marginal de la sociedad cubana. Lenier opuso a la pretensión de asepsia estética del Salón, el valor de lo estridente, lo feo y lo kistch. El Cuarto Salón de Arte Cubano Contemporáneo apuntó el cariz que están tomando las artes visuales nacionales. La conveniencia por algunos nombres de la plástica define la imagen oficial de lo qué es arte cubano contemporáneo, mientras esta edición autoral obvia la existencia y trascendencia de acciones, hechos y efectos de un circuito comercial en ascendente protagonismo, con sus figuras legitimadas también. De un lado, funcionarios del circuito promocional y artistas objetan a las artes tradicionales, en particular la pintura, por su condición de punta de lanza del circuito comercial, en una negación de nuestra actividad expositiva casi diaria. Del otro, esos mismos funcionarios, localizan el arte emergente en un sector muy reducido de jóvenes, conocidos por ellos y por el público, en eventos organizados desde y por la institución misma, sin un mínimo de riesgo. Esta decisión significó un Salón de Arte Cubano Contemporáneo estéticamente compacto, sin aristas divergentes entre las propuestas salientes y las consagradas, volcadas hacia un minimalismo de los discursos y el hedonismo visual. Lo cierto es que esta edición demostró la ausencia de una estrategia política que aunara circuito promocional y circuito comercial en la institución arte cubano, lo cual puede ser hasta cierto punto plausible por la diferencia de objetivos. La paradoja estriba en las divergencias estéticas de ese circuito promocional y la institución pedagógica del arte, como caso excepcional el ISA. El Salón, que siempre estimuló la presencia de dicha entidad, restringió su ficha de alumnos a Lenier Pérez, Alexis Martínez Benavides y Odey Curbelo, en un silenciamiento estético de sus promociones. En un proceso todavía inmaduro pero actuante, el ISA ofrece hoy una producción joven ácida, provisional, que aprovecha la herencia radical del arte contemporáneo para volver a las manifestaciones tradicionales en una búsqueda experimental desde el propio arte. Como contrapartida, el Salón de Arte Cubano Contemporáneo, reaparece con un arte local asfixiado en sí mismo, por la retórica de nombres y discursos que se repiten, y el ditirambo de que, no obstante, el show continua.