Hace poco una peculiar exposición de Humberto Díaz y Analía Amaya, en el Teatro Mella, me lleva a confirmar esa sospecha que perennemente me sirve de compañía. Su mismo titulo En tiempo Real, me condujo a evocar una de las nociones centrales de los discursos de la modernidades; y ello solo constituía el pórtico de una serie de reflexiones que suscitaría la muestra en relación con algunos dogmas de la filosofía y el pensamiento artístico moderno. Más allá del titulo, el debate en torno al concepto del tiempo y la posibilidad de su representación como guía del sentido dentro de la muestra, se hacia evidente desde que se trasponía el umbral del teatro y frente a los espectadores se prolongaba la escalera del Mella, a través de la proyección de una escena de la misma en el instante en que una mujer desnuda descendía -en clara referencia a la paradigmática obra de Duchamp, y a su apropiación en la video-instalación Desnudo bajando de una escalera, de la artista japonesa Shigeko Kubota. Si en la reconocida pieza de esta ultima creadora el intertexto apelaba a la extrapolación del sentido hacia un medio lenguaje aparentemente más efectivo en cuanto a la aprehensión y representación del tiempo y el movimiento, en la obra de Humberto se reafirmaba el carácter representacional del hecho de la medida en que proyecciones alternaban con el ascenso “Real” de los espectadores y la escalada “virtual” de los mismos, que era sobre-expuesta a partir de una proyección inmediata sobre el video del desnudo descendente. Semejante metodología empleaba el artista en las obras emplazadas en la segunda planta del teatro donde los monitores reproducían –recordando algunas video-instalaciones de Nam June Paik- la imagen de seres humanos, en poses escultóricas clásicas, situados sobre pedestales. Esas bases, liberadas de su carga (y aparentemente de su función), permanecían en el espacio de la galería como objetos anacrónicos que el público miraba extrañados, al tiempo que el acto de resección era transmitido en los propios monitores mediante una suerte de juego de proyecciones en circuitos cerrados. De modo que lo que “en realidad” se observa en las pantallas de los televisores era el recorrido del público por un museo imaginario. Precisamente de esa ambivalencia entre lo “real” y lo “simulado” emergían las más sagaces ideas de la exposición, para articular con toda una filosofía de las mediaciones que prevalece en la percepción de los mecanismos de reproducción del saber en las sociedades “postindustriales”, i de la que Jean Baudrillad se ha erigido como fundamental teórica. En tiempo real pone en detrimento los roles del artista y de la obra como instancias primarias del proceso artístico, para llamar la atención sobre el desempeño del receptor, y reconocer la naturaleza narcisista de sus operaciones deconstructivas y de descodificación. No en balde las video-instalaciones de Humberto Díaz dialogaban con los environments de Analia Amaya, construidos con fragmentos de espejo que devenían un poderoso objeto de atención para el público, por los destellos que emitían. Con estos elementos se creaba un nuevo espacio para la representación- en este caso autorrepresentacion-, donde la imagen especular distorsionada devolvía un reflejo otro del espectador, burlado ya el placer de su contemplación narcisista al serle devuelta una figura quebrantada en su integridad e identidad por la ruptura de la efigie total. De la convivencia entre el espejo y la pantalla provenía la elocuencia metafórica de esas figuras sobre el status de la representación como mecanismo cognoscitivo dentro del pensamiento moderno y el posmoderno, respectivamente. El reflejo, como procedimiento de organización del saber en el episteme moderno; y la refracción como vehiculo relativo de percepción de la realidad a tenor de los cortes que los mass media operan sobre el “mundo real” al reproducirlo y al propiciar su consumo. Parecería que en nuestro contexto esas problemáticas apenas inciden, mas una muestra como En tiempo… describe como somos victimas de los dogmas de la modernidad y apenas nos percatamos de ello. Así, la asunción por parte de Humberto del territorio del museo como objeto de representación y enclave de sacralización y mitificación de los valores artísticos, no es gratuita. De hecho, colocar al público en medio de ese espacio imaginario –dentro del que realmente no se encuentra, o si- implica forzarlo a reconocer como operan en él los mecanismos y sitios de simbolización, más allá de su evidencia fáctica o material. Al mismo tiempo conlleva el desvanecimiento del valor como una entidad real o verificable, puesto que denuncia el carácter virtual de los procesos de percepción y validación, que en muchos casos ocurren a partir de patrones de evaluación totalmente ajenos, cuya presencia funciona como incurso mítico, al sernos desconocidos los referentes de lo real que brindaron la posibilidad de que se instituyeran dichos valores. De modo que muchas veces, ante la falta de convencimiento efectivo sobre la legitimidad del modelo, simulamos articular de acuerdo con la significación del mismo. Precisamente esa es la actitud que descubre Humberto en sus obras, cuando nos hace percibir la actuación ejecutada por el receptor desde que se percata de su proyección, cuando empieza a ser objeto de la mirada. Entonces ya no observa, simula la observación, aparenta ser un receptor entrenado. La <> existe en tanto es representada, como traducción lingüística; y estamos dentro de ella en la medida en que entremos al juego de sus múltiples significantes y significados. Juego que como tal establece un set para el espectáculo y la normatividad. Quedar fuera de este implica estar en lo márgenes de la sociedad, situarse en el borde de la “realidad”. En tiempo real creó un ambiente para el desarrollo del arte como proceso, lo cual implicaba la existencia y construcción de la obra como acontecimiento, tomando como base un enunciado performatico. Así, el tiempo era el mediador en la consumación de la fase artística. Sin embargo el estatuto de veracidad que enunciaba el propio titulo de la muestra se convertía en una ironía frente al placer del espectador que se sabia, o se reconocía, como protagonista de la obra, pues el mismo quedaba anulado por su proyección, por la conversión de su realidad en escena y espectáculo. Ello a la vez evidenciaba la propia existencia del hombre como representación y visión especular. Lo explicito de esa noción en la traducción de nuestra imagen de espectadores en las pantallas era tan solo una metáfora de la construcción de nuestra identidad, conformada mediante un palimpsesto de imágenes refractadas del “yo”. Así, ese objeto símbolo de las mediaciones confirmaba la imposibilidad de lo real, aun cuando nos empeñemos en adivinar su presencia, en encontrarla detrás de tanta mascara y simulacro. La búsqueda de lo autentico, esa utopía, nos devuelve esa imagen prístina de apariencia moderna e integra. Tiempo y espacio eran puestos en escena como elaboraciones culturales. La exposición deconstruía los indicadores de veracidad anexos a esas categorías para descubrir que operan en el orden de la ficción, del montaje, y la representación. Observación que se reafirma en la muestra mediante la utilización del soporte del video, el cual deviene en enunciado tautológico entorno al carácter mediático que posee la existencia y comprensión de tales entidades, así como la participación humana dentro de sus respectivas lógicas instrumentales. La caída de esas nociones primordiales sobre las que se ha sedimentado la Historia, conduce a la puesta en precario de sus metarrelatos y, por supuesto, de toda percepción positivista de la presencia del hombre en la misma. De manera que tantas negaciones terminan por anular todo asidero al pasado, a lo que hemos sido, a las pruebas de la existencia. No obstante, el hecho de que incluso esas narraciones persistan como huellas y datos arqueológicos, nos devuelven el tiempo y el espacio como entes virtuales, susceptibles de verificación, porque al final casi siempre persiste una secreta añoranza por lo aparentemente confiable. Por la “verdad”.