“Ser millonario es tener un espacio, un inmenso espacio vacío”. Eso le dijo Andy Warhol a su grabadora japonesa Sony acerca del afán de posesión y la soledad de quienes confían en el poder del dinero para conciliar tiempo y espacio. Ser un millonario virtual es disponer de un espacio, un gran espacio para intentar llenarlo de arte. Eso pudo decir la curadora debutante Direlia Lazo al concebir la idea de Cero (2007), una muestra de siete artistas cubanos de promociones recientes. La intuición se torna inevitable. El Salón Blanco del Convento San Francisco de Asís es un recinto ubicado en el casco histórico habanero que nunca deja de mirarse en el espejo de su propia inmensidad. La osadía de intervenirlo es un desafío a soportar la arrogancia de su tamaño. Ello implicó un pacto con el vacío, un sometimiento a sus reglas de juego. A pesar de obviarse en la nota introductoria del Catálogo, el factor que rige la tentativa curatorial es el concepto de vacío. Basta leer las palabras que describen las piezas, para darse cuenta que estos artistas discursan sobre lo mismo desde sus respectivos medios de expresión. Sin malabares barrocos ni estridencias políticas, las obras sugieren el drama existencial de visiones reales o simuladas que nos trasladan a rejas invisibles, nombres borrados, cenizas de tratados filosóficos, meditaciones efímeras o el encierro de criaturas con alas para elevarse bien alto. Por mucho que estos creadores rechacen la neurosis identitaria fustigada con vehemencia por Gerardo Mosquera, en Cero está la Isla con sus anhelos postergados y repertorio de tropos surgidos al calor de los nuevos simulacros. La pieza que mejor ejemplifica el hilo curatorial no declarado se titula precisamente Vacío (2007), de Humberto Díaz. Casi invisible en el área de exhibición, era necesario buscarla para verla con la dificultad de mirar fíjamente hacia arriba. Se trataba de un cristal hallado en el techo sobre el que un performer meditaba para reflejar su imagen en el espectador detenido en la planta baja. Más que una interacción entre el consumidor y la obra, se percibía una extrañeza sin ánimo de insertar un espacio dentro de otro. Y nos preguntamos: ¿qué persigue la visión de un hombre concentrado en la plenitud de su vacío mostrándose al desconcierto de otro mortal que se aleja de la imagen experimentando un desamparo aún mayor? Nada, el voyeur de paso no siente absolutamente nada. Fuera de su radio de acción, hasta el virtuosismo de una fantasía performática se vuelve prescindible. La dimensión del vacío que propuso Humberto Díaz es una réplica de la soledad trocada en aislamiento que enfrentamos a diario: contemplar lo que sucede en el mundo a través de múltiples pantallas sin tener algo seguro a lo cual asirnos. Vacío ilustró el fenómeno de especular acerca de lo que podría llenarnos consumir desde espacios diferentes una ilusión de sosiego espiritual. Wilfredo Prieto volvió a entregarnos un gesto mínimo sin historia. Un antiguo reloj de bolsillo de oro colgaba del techo, para quedar suspendido ante los ojos de un espectador de estatura promedio. Como en otras oportunidades, nada se sabe con relación al origen del objeto. También su destino es del todo improbable. El tiempo es oro (2007) es un environment, un recurso poco usual en la trayectoria instalativa del artista. Su teatralidad coloca al espectador en la obligación de inventar la historia de una valiosa prenda. Pero quienes no poseían dotes novelescas, debían componer la supuesta fábula que sintetizaba la pieza: Solo un metal precioso puede encarnar una alegoría glamurosa al “ocio feliz” de las naciones inferiores. La frialdad que emana de este “minimalismo sin historia” se revierte en un desacato a la tradición intimista de las prendas familiares. Si la calidez pende sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles, ¿de qué valen siglos y siglos de esfuerzos por reconciliar a la especie humana consigo misma? El grado de veracidad de esta mentira se corresponde a la deshumanización creciente del arte y la vida contemporánea. Según la curadora de la muestra, Cero parte de una “sensibilidad común por la inmediatez, la audacia visual y el extrañamiento”. Ese extrañamiento justificó en gran medida la inclusión del impredecible Orestes Hernández. Este es el creador de una instalación de título confuso, acaso el único libre de visos tautológicos. Se tira y no se espanta (2007) es un palomar enrejado que se emplazó en las escaleras del Salón. Paradójicamente, uno de los artistas que opera con mayor libertad concibió una metáfora del encierro. La tierna prisión construida por Orestes funde lo poético y lo caótico en una obra de fuerte connotación política, gestada quizás desde la soberanía de la intuición. Muchos cubanos de raza se niegan a morir lejos de la tierra que los vio nacer. Creen en la epifanía del martirio insular. Se tira y no se espanta dio la impresión de rendirle un sencillo y profundo homenaje a quienes sacrifican el movimiento como garantía de calma espiritual. Ver a unas palomas en reposo o solo yendo de un escalón a otro, induce a pensar en la agonía de Julián del Casal, José Lezama Lima o Virgilio Piñera tratando de entender que la libertad no es un problema de acción sino de convicción, suficiente para encontrar su razón de ser en los confines de la imaginación. Un rasgo peculiar de la museografía de Cero es que algunas piezas formaban “zonas de opresión simbólica” donde se respiraba una atmósfera de comunicación imposible. Así inter-actúan el palomar-cárcel de Orestes Hernández y las rejas-perfiles-sombras de Yoan Capote, los libros de filosofía quemados de Iván Capote y los parlamentos tachados de Tatiana Mesa. Con una apariencia textual romántica, la intervención de Tatiana convertía al libro de Él y de Ella en un monólogo no precisamente interior a la manera de James Joyce en el epílogo de su emblemático y poco leído Ulyses. Desde la suavidad en su modo de articular las obras, la instalación de Tatiana posee un toque de inesperada y atractiva subversión. Monólogos para la obra Anónimo Veneciano (2007) es una síntesis de la historia política de la Isla como un gran monólogo interpretado por millones de actores y extras igualmente anónimos. No obstante, la suma retórica de la pieza roza inevitablemente el panfleto. La operatoria inversa se registra en Dream (2007), una “situación encontrada” de Humberto Díaz documentada en video. Al filmar la sobrevida de un perro callejero, Humberto no quiso plasmar ninguna reflexión de índole sociológica. Entre el “culto de la belleza” y el “trazado de la fealdad”, Humberto se inclinó por otorgarle el rango de imagen poética a un fragmento insignificante del paisaje urbano. Una belleza traducida en la ansiedad de captar el misterio de la respiración. Esta mínima intervención rehuye de esos falsos sentimentalismos hacia las víctimas de la indiferencia pública en las megaciudades modernas. El valor del gesto residió en devenir un “fuera de lugar” curatorial en sintonía con el status del animal documentado en loop como outsider social. Rescatando por azar una iluminación del poeta y ensayista Ezra Pound (1885-1972), el “sueño ajeno” de Humberto Díaz parece admitir: “La sátira nos recuerda que ciertas cosas no valen la pena. Nos lleva a pensar en el tiempo perdido”. Una vez más, la inutilidad del arte y la política coexisten en un segmento de la realidad vaciado de sentido. Los contextos masivamente politizados suelen ser íntimamente apolíticos. El estruendo de la mediatización ideológica desaparece en un parpadeo light. Memoria y amnesia gustan de extraviarse juntas en el laberinto de la apatía. Con su paisaje iluminado por un relámpago y exhibido intercalando pausas en su proyección, Analía Amaya se integró en el espacio a la vez que se distanciaba radicalmente. Ese ruido vertiginoso en medio de un paraje desconocido no es síntoma de una alteración cotidiana en ningún sitio específico. Paisaje fugaz (2006) es el fruto de una artista que asegura crear mientras sueña. Pese a que en esta ocasión la fábula se debiera a una pesadilla, su apoliticismo quedó al margen de las ambigüedades políticas que matizaron al conjunto visual donde se insertó. Uno de los artistas cubanos que ha trabajado el concepto de vacío con indiscutible fortuna poética es Eduardo Ponjuán. Tratando de violar el esquema generacional latente en el elenco de la selección artística de Cero, él pudo ser alguien capaz de potenciar una alternativa curatorial sometida al criterio sectario de “una exposición generacional”. Es muy saludable conjugar el empuje vital de la experiencia con la frescura de la juventud. Sería estimulante que una curadora recién estrenada como Direlia Lazo pudiera romper con esos clichés que le restan brillo al acontecimiento de realizar una muestra de arte contemporáneo en Cuba. Desde la sencillez formal en cuanto a medios utilizados, Cero se las ingenió para llegar a la complejidad de un arte político apto para leerse en clave apolítica. Lo interesante es que ninguno de sus artífices aspiraba a refutar nada. Simplemente representaron un vacío que fluye del imaginario individual y colectivo. Algo que la fría transparencia de un Salón no pudo ocultar. Antes que la pugna minimalista entre lo grande y lo pequeño donde “menos es más”, se produjo una lucha entre el tiempo y el espacio, lo real y lo virtual. Otro acierto fue evitar las coartadas chistosas sin refugiarse en el hermetismo de la densidad. Comparto la opinión desprejuiciada de artistas, críticos y curadores que le conceden a la museografía el punto máximo de este esfuerzo curatorial. No es importante si una obra ha sido vista ya o si padecerá una versión lamentable en un futuro Salón de Arte Cubano Contemporáneo o en una Bienal de La Habana. Lo que cuenta es el goce de una personalidad in situ capaz de recordar su definición mejor en el momento justo de la caída. No es casual que Duchamp afirmara: “El arte es una cuestión de personalidad”. Aunque su motivo principal resultó una tesis de graduación, Cero escapó a un vicio curatorial propio de la condición periférica: el replanteo de una tesis basada en nociones apropiadas del arte y la teoría visual hegemónica contemporánea. Ello permitió reunir mediante encuentros-talleres de creación a siete artistas que se unían para exponer colectivamente por primera vez. Por lo que implementaron sus piezas como armas para entablar un diálogo silente donde los espectadores solo obtuvieron la extraña complicidad de sus iguales.